¿Valoramos en algo nuestra capacidad de prestar atención? Si es así, ¿por qué la regalamos tan fácilmente?
Hace algunos años, Herbert Simon, uno de los pioneros de la inteligencia artificial, y por tanto nada sospechoso de ludismo, escribía que (negrillas añadidas):
«Ni un solo elemento en las nuevas tecnologías incrementa el número de horas diarias o la capacidad de los seres humanos para procesar información. El verdadero problema del diseño no radica en proporcionar más datos a la gente, sino en repartir el tiempo de manera que sólo les llegue aquello que sea relevante para las decisiones que quieren tomar«.
Un artículo del New York Times me conduce hasta la reseña de «Rapt«, un libro recién aparecido en el que una especialista en las ciencias de la conducta aboga por las virtudes de «la atención y la vida enfocada» (negrillas añadidas):
«Sea cual sea to dotación de riqueza, apariencia, cerebro o fama, aumentar tu satisfacción conlleva enfocarse más en lo que realmente te interesa y menos en el resto«.
«Fueras de serie«, el reciente best-seller, transmite indirectamente el mismo mensaje al señalar que un rasgo común a muchos que consiguen algo especial en la vida es la capacidad de concentrarse 10.000 horas (1.250 jornadas a tiempo completo, 250 semanas, 62,5 semanas, …) en aquello en lo que han escogido destacar. Algo que a buen seguro no se consigue dispersando la atención.
Continuaría escribiendo sobre el Twitter, las lucecitas que avisan del correo en las Blackberry y gadgets similares y sobre los ‘ilustrados-TIC‘ que promueven la economía de la atención y jalean a los que especulan con ella. Pero me doy cuenta que acabo de robarle a usted, lector que ha llegado hasta aquí, dos minutos de su atención. Mis disculpas. Recupérela de inmediato y haga buen uso de ella.
Saludos cordiales.